Aquella mañana sabía que tendría mucho trabajo que hacer; no solo tenía que terminar unos zapatos que me había encargado Sebastián, el médico del pueblo, sino también empezar con los de Doña Sagrario, que se quejaba de que los suyos ya estaban rompiéndose por la suela.
Me levanté pronto, como siempre y desayuné con María, mi mujer, unas sopas de pan con la leche. Ella no paraba de hablar de los preparativos para la noche, pero yo la escuchaba como desde lejos. No era la primera vez que me tenía que disfrazar de Rey Melchor para pasearme por el pueblo y que los niños pequeños se acercaran a mí.
“Y esta vez ten más cuidado con el traje, que el año pasado te rompiste la capa”, me decía, mientras trajinaba por la cocina. “Que sí, mujer”, le contesté yo, terminando de desayunar.
Me metí en el taller con mi perro Canelo y busqué los clavos que me faltaban para rematar las suelas de los zapatos de Sebastián. Buena falta le hacían, con los paseos que se tenía que dar de un pueblo a otro, que si una pulmonía de un niño, o un parto, o si no, y con peor suerte, un accidente de algún hombre de campo. Después se los daría, cuando le viera y cuando ya estuvieran bien cubiertos de grasa y relucientes.
Mientras terminaba aquellos zapatos, entró en el taller María, acompañada de Doña Sagrario, la hermana del cura. Me miró con mal humor y me recordó lo de sus zapatos, frunciendo el ceño, como hace siempre; qué mujer, qué carácter tiene. Yo le dije que los iba a empezar hoy mismo y se tranquilizó, aunque antes de salir me miró de reojo, como si no se fiara.
De pronto María le mencionó la fiesta de esta noche y a la mujer se le cambió la cara. Volvió a acercarse a mí, sonriente, y me preguntó si necesitaba algo para mi disfraz. “No se preocupe, Doña Sagrario, le pude arreglar la capa que él estropeó el año pasado”, contestó por mí María, juntando las manos sobre el delantal. “Es que tenemos una cortina que podríamos utilizar, de terciopelo rojo, y que luciría muy bien con el traje”, contestó ella. Antes de que yo pudiera protestar, María contestó por mí. “Bueno, tráigala, a ver qué se puede hacer”.
Las dos salieron del taller parloteando y me dejaron con la palabra en la boca; Canelo me miró como burlándose de mí, tumbado en un rincón. “Ya están, ahora me vestirán de pelele, como todos los años. Y todo para que esos críos se piensen que soy el Rey Melchor, el mismo que les arregla los zapatos a ellos y a sus padres.” Aunque tenía que reconocer que en el pueblo más de uno me envidiaba porque yo soy el más alto de todos y porque me eligieron a mí para hacer de rey mago.
A media mañana llegó Antonio, mi cuñado y se sentó a mi lado, con la bota de vino y el almuerzo. “Bueno, ya está mi hermana con todas las mujeres del pueblo, tramando lo de esta noche. Yo he traído los juguetes que he hecho. Ya ves para qué, en nuestros tiempos, no nos daban de eso, teníamos que trabajar pronto y ganarnos las lentejas”. “Y que lo digas”, contesté yo, con las manos doloridas, mientras me las limpiaba con un trapo.
El resto del día lo pasé cortando el cuero para los zapatos de Doña Sagrario y preparando las piezas. Qué pies más pequeños tiene esa mujer, y con lo baja que es, cuánto manda en el pueblo. Claro, es amiga de la mujer del alcalde y se pasan el día tramando cosas, ahora una fiesta para los niños, otro día el concurso de pasteles, que tuvo a María de cabeza, porque al final ganó Serafina, la mujer de Antonio.
Canelo no se movió en todo el día y me miró andar de un sitio a otro del taller, preparando la suela y los clavos. María entró con cara de pocos amigos para decirme que tenía que cenar ya, para prepararme y yo salí de buena gana, después de echar un vistazo al zapato que estaba empezando a tomar forma.
Durante la cena, ella parloteó sobre la ropa. “Esta vez vamos a usar la cortina que nos ha prestado Doña Sagrario y Anselmo nos ha traído unos sacos para los regalos. Luego vendrá.” “Eso, que una ayuda no viene mal, aquí tenemos que esforzarnos todos.” Ella me miró con cara de pocos amigos y me enseñó la ropa que me había dejado preparada sobre una silla. “No me digas que no he hecho nada, que llevo días cosiendo y preparándolo todo.” “Que sí, mujer, no te enfades, que está todo muy bien”, contesté, acariciándola el hombro. “¿Me habéis hecho la barba” “Sí, hombre, cómo no vas a tener barba...” Sonreí.
Después de cenar me levanté y cogí la ropa de Rey Mago para cambiarme. Mientras yo me desvestía en mi habitación, la casa se empezó a llenar de gente que llevaba más regalos. ¿Dónde estaba mi turbante? Lo busqué entre esas telas de colores que componían mi disfraz. “María, ¿Y el turbante?” pregunté. “Pero si Melchor no lleva turbante, ese es Baltasar.” Contestó ella. “Pues el año que viene quiero hacer de Baltasar, estoy harto de hacer siempre del mismo.” “Vaaaale”.
Me puse los pantalones y la camisa a juego, hechos con tela de color verde y después la barba, para que ningún niño me reconociera. Desplegué la capa hecha con la cortina de Doña Sagrario y me la puse, delante del espejo. “Pues con el turbante estaría mejor”, pensé.
Salí de la habitación y me rodearon María y los vecinos que habían ido a ayudarnos. “Te falta la corona”, dijo Sebastián, a punto de reírse al verme. “No te preocupes, que yo he hecho una”, contestó su mujer.” Se la dio a María, que se acercó a ponérmela. “Hijo, hay que ver qué cabeza más grande, casi no te cabe”, se burló. Todo reímos.
Antes de salir de casa, nos pusimos todos de acuerdo. Los niños tendrían que estar ya esperando en la plaza, delante de la iglesia, con el padre Benito y algunos vecinos más. “Ahora vas tú y te acercas muy despacio, mientras nosotros decimos que ya viene Melchor”, dijo Sebastián. “Sí, no hagáis como ese año que dijiste que ya viene Manuel y los niños se echaron a llorar”, le recordé. “Bueno, fue un error, pero no va a pasar”, dijo Catalina, la maestra.
Salí por la puerta y me siguieron Sebastián, Anselmo y alguno más, ayudándome con los sacos. “Yo creo que esto pesa mucho”, protesté. “Pues lo ponemos todo en un carro”, dijo Anselmo. “¿Cómo va a llevarlo en un carro?”, contestó Sebastián. A mí la idea no me pareció mal, porque esas espadas de madera, muñecas y demás juguetes pesaban bastante. “Buena idea, traed algo, aunque sea una carretilla y ya está.” Anselmo me miró sonriente y Sebastián protestó.
Buscamos con qué llevar los sacos con los regalos y al final Antonio me dejó esa carretilla que lleva cargada siempre de rastrojos del campo. Nos fuimos hasta el lugar señalado para que yo apareciera de pronto, cargado de regalos, con la cara seria, como todos los años.
En la plaza, el padre Benito estaba cantando villancicos con los niños, junto a su hermana y ya llegaba Sebastián y el resto de vecinos diciendo “ya viene Melchor”. Yo supe que tenía que salir ya, por detrás de la iglesia y los que me ayudaron se unieron al grupo de los niños, haciéndose los sorprendidos.
Caminé despacio adrede, intentando dominar aquel trasto lleno de juguetes a través de la fina capa de nieve y me encontré las miradas sorprendidas de todos. “Mamá, Melchor lleva una carretilla”, dijo un niño, con los ojos abiertos como platos. María me fulminó cuando me vio aparecer así, con lo que ella se había trabajado el traje y no se lucía del todo. Más voces de esos críos se unieron al primero, incluso uno de los niños empezó a llorar. Yo llegué al centro del corrillo que se había formado y solté la carretilla, con las manos doloridas.
El padre Benito me miró de arriba abajo y pude ver su disgusto, pero se acercó a mí y dirigiéndose a los pequeños dijo: “Majestad, gracias por venir al pueblo, todos los niños os estaban esperando. Niños, haced una reverencia al Rey Melchor”. Ellos le obedecieron, mirándome con desconfianza. Carraspeé y les dije mi frase. “Un gran recibimiento. Espero que todos hayáis sido buenos todo el año.” Los pequeños rostros de todos los niños del pueblo me observaron y de pronto comenzaron a sonreír, antes de contestar al unísono. “¡Sííí!”.
Los progenitores les miraban orgullosos y los niños me contemplaban a mí con curiosidad. “Bien, entonces si habéis sido todos buenos, os daré vuestros regalos.” Dije con la voz lo más grave posible. Las sonrisas se ampliaron y el padre Benito les hizo ponerse en una fila.
Según les veía acercarse, nerviosos, yo decía sus nombres, lo que les impresionó más, y les iba entregando su regalo. “Mamá, me ha traído una muñeca de trapo” decía una niña, enseñándosela a su madre, con cara de felicidad. Otros jugaban ya con una espada de madera, con un caballito, con una peonza...
Cuando el último niño recibió su regalo, les dije, como todos los años que se portaran bien que obedecieran a sus padres. Todos aplaudieron y el padre Benito les hizo despedirse de mí con otra reverencia. Poco a poco, sus padres se los fueron llevando de allí y yo desaparecí por detrás de la iglesia, seguido de María y algunos vecinos. “¿Cómo se te ha ocurrido aparecer con esa carretilla?”, me reprochó ella. “Mujer, es que todo eso pesaba mucho.” “Pues la próxima vez coges una mula, por Dios, qué calamidad.” “No, una mula no, que no me gustan.”
Las montañas nos vieron despedirnos de todos hasta el día siguiente. Antes, Sebastián se acercó a mí y me dijo al oído “en el fondo te envidio”. Yo sonreí y me metí en casa con María, que ya estaba hablando de cómo preparar la noche de Reyes del año que viene.
Publicado por primera vez el 6/01/08 en http://myblog.es/desdelaposadadealameda
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