El aire era fresco pero lucía el sol aquella mañana; David sujetaba un lienzo montado en un bastidor y el la otra mano llevaba una caja pequeña de madera. Detrás de él, un joven del pueblo le llevaba el caballete. Era uno de los más fuertes del pueblo y ayudaba a su familia con el dinero que le pagaba el pintor.
Comenzaron a subir por el sendero que otros antes que ellos habían utilizado para llegar hasta la Laguna Grande. En ese tramo, la ladera estaba muy empinada y a David le costó respirar. Se preguntó cómo era posible que no se hubiera acostumbrado ya a ese esfuerzo, cuando en más de una ocasión había subido a inspirarse en los paisajes. Martín, su joven ayudante, parecía no notar el esfuerzo que había que hacer.
El prado estaba cubierto de verde hierba, pero los primeros árboles que se divisaban tenían todos distintas tonalidades que iban desde el marrón hasta el amarillo, algunos habían cambiado sus hojas a un tono rojizo que le hizo pensar a David en las posibilidades que le daba eso de usar una paleta más amplia de colores.
Por fin el sendero se hizo menos empinado él sintió que no necesitaba tanto esfuerzo para poder caminar, aunque tenía que estar atento a las piedras del camino que salían de la tierra para no tropezar. Sujetó con más fuerza el bastidor con el lienzo, y la caja con los oleos, a la que había atado la paleta y empezó a ascender más rápido; no quería perder la luz de esa mañana.
Martín, impasible, también caminó más deprisa, a pesar de cargar con el caballete. Se preguntaba para qué quería un hombre como ese pintor, de aspecto esmirriado, subir a pintar el paisaje. Seguro que habría otros lugares a los que llegar más fácilmente, sin tener que cargar con todos esos “trastos”.
David sintió el aire fresco acariciando su rostro y su cuello y agradeció haberse abrigado más aquella mañana y de llevar por encima de la ropa su camisa amplia para pintar, que estaba cubierta de manchones de distintos colores, rastros de cada obra suya; el rojo granate de la manzana que había pintado en una naturaleza muerta, el azul del cielo de Valencia en aquel verano, intentando llegar a la técnica de Sorolla, el blanco que utilizó para hacer que una jarra brillara en un bodegón, con un fondo oscuro que contrastaba con el cristal lleno de luz.
A medida que subían el paisaje era más espectacular; a lo lejos de divisaban otras montañas y el valle, con sus casas de piedra y la torre de la iglesia diminutas; allí abajo seguiría la vida de sus habitantes, ajenos a la visión que había desde la montaña en ese preciso momento. Hicieron una parada para respirar y el pintor contempló los distintos tonos de azul del cielo y las nubes que parecían un manchón.
David sentía que cada segundo era distinto, que no era lo mismo contemplar el paisaje ahora que cinco minutos después; para él la luz del sol era un ser vivo que se movía, que jugaba a desafiarle, posándose en las copas de los árboles, haciendo que el color de sus hojas vibrara. Reanudaron la marcha y él se sintió con más fuerza para continuar. Tras él, Martín miraba hacia donde estaba su casa, que quedaba tan lejos. Pensó en el dinero que le iba a pagar David y en lo bien que le vendría a su familia.
Los pinos, desnudos de ramas bajas, con el tronco inclinado y rojizo, les cobijaban con sus altas copas y besaban el suelo con su sombra, a tramos. David quería subir más, como el día anterior, colocarse en ese pequeño llano con su caballete y atrapar los colores que sus pupilas fueran capaces de distinguir en ese paisaje montañoso. Comenzó a caminar más deprisa, a pesar del cansancio que sentía ya en sus piernas y divisó el lugar en el que se había colocado el día anterior. Miró hacia atrás y sonriendo le dijo a Martín que ya habían llegado. Este le correspondió con un gesto con la cabeza.
Cuando Martín dejó el caballete en el suelo, buscó una roca sobre la que sentarse a descansar y David comenzó a colocar el lienzo, orientándolo hacia el paisaje que ya destacaba sobre el blanco, con borrones de distintos colores; desató la paleta y los pinceles y abrió la caja de los oleos, en la que guardaba también un paño y utensilios para mezclar los colores en la paleta.
Mientras Martín le observaba, silencioso, como los días anteriores, David empezó a mezclar varios tonos de marrón para salpicar las copas de los árboles de su paisaje, que ya tenía forma. Después de aplicar el color en pequeños toques, añadió en la paleta un poco de amarillo y lo mezcló, para pintar esos árboles que él veía desde lejos, y luego rojo, después otra vez amarillo. Sus manos de dedos delgados y alargados se movían ágiles y sus pupilas captaban cada matiz en el paisaje.
La pintura iba cambiando con cada pincelada, iba ganando en contrastes, había dejado se ser un conjunto de manchas informes y ya comenzaba a observarse algo reconocible. Martín le observó desde la roca en la que se había sentado y aunque no dijo nada, se sentía sorprendido de ver ese cambio en algo que para él no había tenido sentido, desde que vio cómo aquel pintor flacucho empezaba a pintar el cielo, con esas nubes que ahora parecían ligeras y casi traslúcidas y a emborronar el lienzo con lo que habían resultado ser montañas cubiertas de árboles de distintas tonalidades otoñales.
Pasaron varias horas en las que David solo paró para comerse una manzana, mientras Martín masticaba el queso y el pan que le había preparado su madre antes de partir por la mañana. Mientras David seguía mezclando los colores y llenando de luz el lienzo, canturreaba y se sentía feliz.
Cuando la luz dejó de brillar como a David le gustaba y los tonos se apagaron, decidió que era el momento de bajar al pueblo y descansar. “Martín, bajemos ya”, dijo y este se puso en pie y le ayudó a recoger todo. Después volvió a cargar con el caballete y comenzaron a deshacer el camino andado.
Los colores de la montaña iban cambiando a medida que descendían por el sendero, bajo los altos pinos, rodeador de grandes piedras cubiertas por líquenes. A David le dolían las piernas, pero se sentía satisfecho por haber avanzado tanto en su pintura. Sin embargo pensó que no estaba perfecta, que tenía que seguir añadiendo matices y volumen.
El camino era más complicado de lo que él recordaba; bajar no era tan sencillo, tenía que evitar una caída y además estaba ya cansado. El valle dejó de estar por debajo de su vista y empezó a envolverles hasta llegar al llano en el que retomarían el camino hacia el pueblo. David se sintió aliviado, no era un hombre físicamente fuerte y no estaba acostumbrado a la vida en la montaña. Empezaba a sentir frío y tenía hambre.
Martín no parecía especialmente cansado y caminó hasta el pueblo, seguido por el pintor, que respiraba con dificultad, pero que no había querido detenerse a descansar, a un lado del camino. “Mañana será otro día”; pensó David. El aroma de las comidas flotando por el pueblo, mezclado con el de la leña quemándose le recibió en las calles empedradas del pueblo, entre las casas. Los vecinos le recibieron como cada tarde, con miradas curiosas. Era la primera vez que un pintor visitaba el pueblo.
Publicado por primera vez el 17/12/07 en myblog.es
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