martes, 29 de abril de 2008

El sueño

Lake


 


Soñé que estaba en un gran lago, rodeada de montañas, que se reflejaban en sus aguas, como si de un paisaje subacuático se tratara, como si esas mismas cumbres que se alzaban ante mí tuvieran unas hermanas gemelas, bajo las frías aguas. Los rayos del tímido sol se colaban, iluminando a unas y a otras y a sus moradores.



Quería cruzar a la otra orilla y continuar mi viaje hacia esos picos, contemplar los confines del mundo, llenar mis sentidos de aquel paisaje; monté en la barca que me llevaría hasta allí, y que parecía deslizarse sola por la superficie del lago, con el único sonido del rumor del agua acariciando la madera de la barca y los remos, y el susurro de la brisa, contándome secretos al oído.



Recordé las imágenes que en mi cabeza se formaron al leer Las Nieblas de Avalon, y como una nueva Morgana yo me acercaba a la otra orilla del lago, dejando atrás las preocupaciones, como alejándome del mundo real, y entrando en la magia de Avalon, contagiándome de la magia de las sacerdotisas.



De pronto las montañas me recordaron que eran reales, que llevaban allí mucho tiempo, contemplándonos, con sus rostros pétreos, como guardianes del tiempo y vigilantes de nuestras acciones. Estaban allí desde mucho antes que nosotros, que nuestros antepasados, eran reales, y no una visión mágica.



Bajé de la barca y caminé sobre un manto verde de hierba, hacia la falda de la montaña más cercana y decidí disfrutar de la ascensión. Lo importante, lo más bonito no era llegar a la cumbre, sino intentarlo.


 


Selene


Montañas, espíritus poderosos

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Él se acercó al borde del precipicio, hundiendo sus pies, cubiertos por gruesas tiras de cuero, en la nieve, que casi le llegaba hasta las rodillas. Llevaba el traje de pieles y cuentas que le habían confeccionado en el campamento y en su mano sujetaba una lanza que terminaba en una hoja de piedra, tallada por las dos caras.


Miró a un lado y a otro y supo que el ciervo que había estado persiguiendo se le había escapado; había sido más rápido que él. No había visto que ese llano terminaba ahí, que tras esa esponjosa nieve solo había una caída mortal para él y para cualquiera. ¿Habría sido ese el destino de la que debía ser su presa? Tal vez se había escondido en el bosque que había cerca de allí, hacia donde corrían dos hermanos suyos, cazadores más expertos que él.


Volvió sobre sus pasos y les siguió lentamente, exhausto, con el rostro enrojecido por el frío y la barba blanca por el hielo que se le había acumulado. Les encontró arrojando sus lanzas sobre un ciervo, que cayó sobre la nieve, tiñéndola de rojo. El resto de la manada escapaban de allí; uno de sus hermanos le hizo una seña, a la vez que se quedaba inmovil, en el sitio, esperando que él reaccionara como debía.


Él se sacudió un poco para entrar en calor y recordó las lecciones sobre cómo utilizar la lanza, cómo había tallado la piedra, calentándola primero con el fuego y presionando con otra piedra más dura, hasta conseguir que la talla resultante fuera una pieza fina y afilada.


Sabía que su tribu necesitaba más alimentos en el crudo invierno, hasta que llegara el deshielo y que si conseguía una pieza en esa partida de caza, podrían aprovechar también las pieles y la cornamenta y él se ganaría el respeto de todos como cazador. Podría salir en la siguiente expedición y en primavera aventurarse a las montañas que se extendían a lo largo de su vista, como espíritus poderosos, protectores y terribles a un tiempo.


Respiró hondo y arrojó su lanza hacia un ciervo que corría rezagado hacia la espesura del bosque. La punta de la lanza se le clavó en un costado y perdió velocidad. Cabeceó y cayó sobre la nieve, respirando rápidamente, hasta que su vida se le fue con el último aliento.


Los cazadores levantaron sus manos entre risas; llevaban varios ciervos, entre todos, y el más joven de ellos acababa de cumplir con su cometido como hombre adulto. Regresarían a la cueva con los animales que serían su sustento y cuyas pieles cubrirían sus cuerpos hasta que la temperatura subiera.


Las montañas les vieron caminar por la nieve, arrastrando a sus presas hasta su refugio de piedra. Desde el glaciar, el hielo crepitaba en su lento desplazamiento hacia el valle, arrastrando todo lo que se encontraba a su paso. Esos seres que habitaban en las fauces de la tierra vivirían ajenas a ese lento proceso, celebrando que habían encontrado alimento.



Publicado por primera vez el 20/01/08 en http://myblog.es/desdelaposadadealameda

Lejos de la montaña

La mañana era fría y cuando dobló la esquina del edificio de cristal, color cobre, una bocanada de aire la sorprendió como si de una bofetada se tratara, despeinándola y haciendo que casi se le volara el periódico. Ella soltó una maldición y entró en la oficina huyendo de un enemigo de rostro gris y manos poderosas, apunto de zarandearla y de robarle la bolsa con la tartera de la comida.


Cuando se encontró a resguardo del viento, se fijó en cómo la gente luchaba por caminar contra el viento, con sus rostros enrojecidos por el frío, con los ojos entornados y los labios lívidos. “Otra vez igual”, pensó ella.


La mañana transcurrió idéntica a otras, con la música de fondo de la radio y del pitido del fax, de cuando en cuando; “mándame esto a Valladolid”, le decía alguien que desaparecía rápidamente, “me tiene que llegar una caja de Francia”, decía otro. Y frío, mucho frío en esa sala pequeña, aislada del resto de la oficina.


La voz de los locutores y la música, las mismas cada día, el paisaje siempre el mismo, con los edificios de cristal, tristes y fríos, rostros inexpresivos, trajes y corbatas, joyas de marcas caras, conversaciones anodinas sobre lo que López le dijo a Pérez en el despacho, sobre lo fea que es la falda de Menganita y el peinado tan hortera que lleva...


Miró por la ventana y respiró hondo; no podía cambiar ese paisaje cotidiano y echaba de menos encontrarse con la vista imponente de las montañas, con escuchar solo el sonido de los pájaros en primavera, cerrar los ojos y sentir paz. Se imaginó a si misma caminando por un sendero, disfrutando del olor de los pinos, bajo su sombra, sin las voces de la de Contabilidad y sus amigas leyendo el periódico en voz alta en el comedor, sin los empujones en el metro, sin las averías.


“¿Cómo estará a estas horas el valle?”, pensó. El sol anémico del invierno tal vez asomaría entre las nubes, iluminando levemente a las altivas montañas, que se habrían cubierto de nieve. La nieve brillaría entre los pinos como millones de diminutos cristales, crujiendo bajo el peso de alguien que caminara por ese frío manto. Las huellas de los pocos animales que se aventuraran a salir se quedarían allí, hasta que volviera a nevar o la nieve se fuera derritiendo, lentamente en gotas que irían resbalando por la tierra.


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Todo era distinto a lo que soñaba; necesitaba ver más allá de las torres de cristal y escuchar otra música distinta. Buscó un archivo en el ordenador y encontró la música perfecta, tranquila, de Van Morrison y pensó en que debía volver a la montaña...










Publicado por primera vez el 13/01/08 en http://myblog.es/desdelaposadadealameda

lunes, 21 de abril de 2008

El paraje estaba solitario; más allá, en la otra orilla del riachuelo, a lo lejos, se veía a una familia practicando el esquí de fondo. Se oían sus voces.


Ellos caminaron con dificultad hacia el llano cuajado de nieve, con las huellas de las pezuñas de los animales que ahora se ocultaban de su vista; huellas pequeñas unas, otras hendidas, y todas llevaban hacia el riachuelo.


El viento zumbaba en sus oídos, dialogando con los árboles, que respondían con la música de sus ramas, abrazando a los rayos del sol, que llegaban hasta la nieve y la hacían brillar en millones de cristales diminutos. El riachuelo murmuraba su canción, mientras la nieve se derretía en su orilla, a borbotones.


El manto espeso y blanco de la nieve ocultaba las rocas y los matorrales que en verano vibraban bajo el sol; a cada paso, crepitaba bajo las botas de los excursionistas, como en un quejido, que se mezclaba con las risas de ellos. A lo lejos se seguían escuchando las voces de aquella familia que se desplazaba con sus esquís, siguiendo el camino marcado por otros antes que ellos.


La bolas de nieve zumbaron por el aire, mezclándose con las risas, que revoloteaban por el aire, limpio y gélido, bajo el cielo de color azul. Ni una sola nube se atrevía a ocultar a las orgullosas montañas que les rodeaban ni al sol, que se esforzaba por decir “aquí estoy yo”.


Estaban lejos de los recibos, de ese trabajo insatisfactorio y mal pagado, de las cosas negativas, en resumen, porque habían abierto la puerta a un mundo lleno de imágenes bonitas, con la música de fondo del riachuelo, resonando en sus oídos. ¿Aparecería algún ser mágico de un momento a otro? ¿Tal vez la reina de las nieves? Ella podría traer, con un solo gesto suyo más copos blancos y cubrir las huellas que ellos habían dejado.


Sabían, a su pesar, que eso solo duraría unos momentos, que lo real era lo otro, pero al volver, tendrían en su memoria aquel paisaje que parecía inalterado por el hombre, tal vez esperándoles para otra ocasión.




Noche de Reyes


Aquella mañana sabía que tendría mucho trabajo que hacer; no solo tenía que terminar unos zapatos que me había encargado Sebastián, el médico del pueblo, sino también empezar con los de Doña Sagrario, que se quejaba de que los suyos ya estaban rompiéndose por la suela.


Me levanté pronto, como siempre y desayuné con María, mi mujer, unas sopas de pan con la leche. Ella no paraba de hablar de los preparativos para la noche, pero yo la escuchaba como desde lejos. No era la primera vez que me tenía que disfrazar de Rey Melchor para pasearme por el pueblo y que los niños pequeños se acercaran a mí.


“Y esta vez ten más cuidado con el traje, que el año pasado te rompiste la capa”, me decía, mientras trajinaba por la cocina. “Que sí, mujer”, le contesté yo, terminando de desayunar.


Me metí en el taller con mi perro Canelo y busqué los clavos que me faltaban para rematar las suelas de los zapatos de Sebastián. Buena falta le hacían, con los paseos que se tenía que dar de un pueblo a otro, que si una pulmonía de un niño, o un parto, o si no, y con peor suerte, un accidente de algún hombre de campo. Después se los daría, cuando le viera y cuando ya estuvieran bien cubiertos de grasa y relucientes.


Mientras terminaba aquellos zapatos, entró en el taller María, acompañada de Doña Sagrario, la hermana del cura. Me miró con mal humor y me recordó lo de sus zapatos, frunciendo el ceño, como hace siempre; qué mujer, qué carácter tiene. Yo le dije que los iba a empezar hoy mismo y se tranquilizó, aunque antes de salir me miró de reojo, como si no se fiara.


De pronto María le mencionó la fiesta de esta noche y a la mujer se le cambió la cara. Volvió a acercarse a mí, sonriente, y me preguntó si necesitaba algo para mi disfraz. “No se preocupe, Doña Sagrario, le pude arreglar la capa que él estropeó el año pasado”, contestó por mí María, juntando las manos sobre el delantal. “Es que tenemos una cortina que podríamos utilizar, de terciopelo rojo, y que luciría muy bien con el traje”, contestó ella. Antes de que yo pudiera protestar, María contestó por mí. “Bueno, tráigala, a ver qué se puede hacer”.


Las dos salieron del taller parloteando y me dejaron con la palabra en la boca; Canelo me miró como burlándose de mí, tumbado en un rincón. “Ya están, ahora me vestirán de pelele, como todos los años. Y todo para que esos críos se piensen que soy el Rey Melchor, el mismo que les arregla los zapatos a ellos y a sus padres.” Aunque tenía que reconocer que en el pueblo más de uno me envidiaba porque yo soy el más alto de todos y porque me eligieron a mí para hacer de rey mago.


A media mañana llegó Antonio, mi cuñado y se sentó a mi lado, con la bota de vino y el almuerzo. “Bueno, ya está mi hermana con todas las mujeres del pueblo, tramando lo de esta noche. Yo he traído los juguetes que he hecho. Ya ves para qué, en nuestros tiempos, no nos daban de eso, teníamos que trabajar pronto y ganarnos las lentejas”. “Y que lo digas”, contesté yo, con las manos doloridas, mientras me las limpiaba con un trapo.


El resto del día lo pasé cortando el cuero para los zapatos de Doña Sagrario y preparando las piezas. Qué pies más pequeños tiene esa mujer, y con lo baja que es, cuánto manda en el pueblo. Claro, es amiga de la mujer del alcalde y se pasan el día tramando cosas, ahora una fiesta para los niños, otro día el concurso de pasteles, que tuvo a María de cabeza, porque al final ganó Serafina, la mujer de Antonio.


Canelo no se movió en todo el día y me miró andar de un sitio a otro del taller, preparando la suela y los clavos. María entró con cara de pocos amigos para decirme que tenía que cenar ya, para prepararme y yo salí de buena gana, después de echar un vistazo al zapato que estaba empezando a tomar forma.


Durante la cena, ella parloteó sobre la ropa. “Esta vez vamos a usar la cortina que nos ha prestado Doña Sagrario y Anselmo nos ha traído unos sacos para los regalos. Luego vendrá.” “Eso, que una ayuda no viene mal, aquí tenemos que esforzarnos todos.” Ella me miró con cara de pocos amigos y me enseñó la ropa que me había dejado preparada sobre una silla. “No me digas que no he hecho nada, que llevo días cosiendo y preparándolo todo.” “Que sí, mujer, no te enfades, que está todo muy bien”, contesté, acariciándola el hombro. “¿Me habéis hecho la barba” “Sí, hombre, cómo no vas a tener barba...” Sonreí.


Después de cenar me levanté y cogí la ropa de Rey Mago para cambiarme. Mientras yo me desvestía en mi habitación, la casa se empezó a llenar de gente que llevaba más regalos. ¿Dónde estaba mi turbante? Lo busqué entre esas telas de colores que componían mi disfraz. “María, ¿Y el turbante?” pregunté. “Pero si Melchor no lleva turbante, ese es Baltasar.” Contestó ella. “Pues el año que viene quiero hacer de Baltasar, estoy harto de hacer siempre del mismo.” “Vaaaale”.


Me puse los pantalones y la camisa a juego, hechos con tela de color verde y después la barba, para que ningún niño me reconociera. Desplegué la capa hecha con la cortina de Doña Sagrario y me la puse, delante del espejo. “Pues con el turbante estaría mejor”, pensé.


Salí de la habitación y me rodearon María y los vecinos que habían ido a ayudarnos. “Te falta la corona”, dijo Sebastián, a punto de reírse al verme. “No te preocupes, que yo he hecho una”, contestó su mujer.” Se la dio a María, que se acercó a ponérmela. “Hijo, hay que ver qué cabeza más grande, casi no te cabe”, se burló. Todo reímos.


Antes de salir de casa, nos pusimos todos de acuerdo. Los niños tendrían que estar ya esperando en la plaza, delante de la iglesia, con el padre Benito y algunos vecinos más. “Ahora vas tú y te acercas muy despacio, mientras nosotros decimos que ya viene Melchor”, dijo Sebastián. “Sí, no hagáis como ese año que dijiste que ya viene Manuel y los niños se echaron a llorar”, le recordé. “Bueno, fue un error, pero no va a pasar”, dijo Catalina, la maestra.


Salí por la puerta y me siguieron Sebastián, Anselmo y alguno más, ayudándome con los sacos. “Yo creo que esto pesa mucho”, protesté. “Pues lo ponemos todo en un carro”, dijo Anselmo. “¿Cómo va a llevarlo en un carro?”, contestó Sebastián. A mí la idea no me pareció mal, porque esas espadas de madera, muñecas y demás juguetes pesaban bastante. “Buena idea, traed algo, aunque sea una carretilla y ya está.” Anselmo me miró sonriente y Sebastián protestó.


Buscamos con qué llevar los sacos con los regalos y al final Antonio me dejó esa carretilla que lleva cargada siempre de rastrojos del campo. Nos fuimos hasta el lugar señalado para que yo apareciera de pronto, cargado de regalos, con la cara seria, como todos los años.


En la plaza, el padre Benito estaba cantando villancicos con los niños, junto a su hermana y ya llegaba Sebastián y el resto de vecinos diciendo “ya viene Melchor”. Yo supe que tenía que salir ya, por detrás de la iglesia y los que me ayudaron se unieron al grupo de los niños, haciéndose los sorprendidos.


Caminé despacio adrede, intentando dominar aquel trasto lleno de juguetes a través de la fina capa de nieve y me encontré las miradas sorprendidas de todos. “Mamá, Melchor lleva una carretilla”, dijo un niño, con los ojos abiertos como platos. María me fulminó cuando me vio aparecer así, con lo que ella se había trabajado el traje y no se lucía del todo. Más voces de esos críos se unieron al primero, incluso uno de los niños empezó a llorar. Yo llegué al centro del corrillo que se había formado y solté la carretilla, con las manos doloridas.


El padre Benito me miró de arriba abajo y pude ver su disgusto, pero se acercó a mí y dirigiéndose a los pequeños dijo: “Majestad, gracias por venir al pueblo, todos los niños os estaban esperando. Niños, haced una reverencia al Rey Melchor”. Ellos le obedecieron, mirándome con desconfianza. Carraspeé y les dije mi frase. “Un gran recibimiento. Espero que todos hayáis sido buenos todo el año.” Los pequeños rostros de todos los niños del pueblo me observaron y de pronto comenzaron a sonreír, antes de contestar al unísono. “¡Sííí!”.


Los progenitores les miraban orgullosos y los niños me contemplaban a mí con curiosidad. “Bien, entonces si habéis sido todos buenos, os daré vuestros regalos.” Dije con la voz lo más grave posible. Las sonrisas se ampliaron y el padre Benito les hizo ponerse en una fila.


Según les veía acercarse, nerviosos, yo decía sus nombres, lo que les impresionó más, y les iba entregando su regalo. “Mamá, me ha traído una muñeca de trapo” decía una niña, enseñándosela a su madre, con cara de felicidad. Otros jugaban ya con una espada de madera, con un caballito, con una peonza...


Cuando el último niño recibió su regalo, les dije, como todos los años que se portaran bien que obedecieran a sus padres. Todos aplaudieron y el padre Benito les hizo despedirse de mí con otra reverencia. Poco a poco, sus padres se los fueron llevando de allí y yo desaparecí por detrás de la iglesia, seguido de María y algunos vecinos. “¿Cómo se te ha ocurrido aparecer con esa carretilla?”, me reprochó ella. “Mujer, es que todo eso pesaba mucho.” “Pues la próxima vez coges una mula, por Dios, qué calamidad.” “No, una mula no, que no me gustan.”


Las montañas nos vieron despedirnos de todos hasta el día siguiente. Antes, Sebastián se acercó a mí y me dijo al oído “en el fondo te envidio”. Yo sonreí y me metí en casa con María, que ya estaba hablando de cómo preparar la noche de Reyes del año que viene.







Publicado por primera vez el 6/01/08 en http://myblog.es/desdelaposadadealameda

miércoles, 16 de abril de 2008

Resurreción

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El aire se colaba entre las grietas de los muros, provocando un silbido siniestro que recorrió la estancia; se trataba de un salón que había conocido tiempos mejores, muchos años atrás. Los muebles estaban desvencijados y todavía conservaban los rastros de las muchas generaciones que los había utilizado, desde que alguien los fabricó con sus propias manos cuando comenzó a vivir en aquella casa. Las paredes ennegrecidas, con fotografías en blanco y negro y sepia que observaban desde el silencio de un tiempo muy lejano cómo se mantenían en pie a duras penas, con los fantasmas de algo que ya no volvería.


El anciano caminó por el salón, arrastrando los pies, hacia la ventana y contempló el amanecer que ya comenzaba a recorrer con sus dedos anaranjados la montaña, el paisaje que le pertenecía a él solo desde que no quedó nadie más en el pueblo. Unos se habían ido a la ciudad, en busca de una vida más fácil, una prosperidad que no encontraban allí, otros habían ido muriendo, quedándose para siempre allí, enterrados con sus padres y abuelos. La montaña les había acogido como en un abrazo para no soltarles nunca más.


El señor Arístides les había envidiado porque después de ellos, había quedado siempre alguien para hacerse cargo de todo, de hablar con los familiares que se habían ido a la ciudad, del entierro, de cuidar de ese perro que se quedaba sin amo... ¿Quién se ocuparía de eso cuando él muriera? Sus hijos vivían muy lejos y no lo sabrían hasta unos días después, con suerte. Y solo quedaba confiar en que le dejaran allí, junto a su difunta Juanita.


No quería alejarse de lo que había sido su hogar desde que había nacido, en esa misma casa que había construido su bisabuelo; todo estaba lleno de recuerdos de su vida, de sus padres, del día en que su hermana se casó y partió a vivir muy lejos de allí con su marido, del nacimiento de sus hijos, de las miradas, de los abrazos y las lágrimas de tantas generaciones.


“Papá, ven a vivir con nosotros”, le había dicho su hija cuando Juanita murió. “No, esta es mi casa y solo saldré de ella con los pies por delante”, le había contestado él, con gesto huraño, intentando aparentar una frialdad que no sentía. “Vuestra madre pensaba como yo.” Sus hijos vieron enterrar su pasado y volvieron a la ciudad, sin saber cómo tratarle, discutiendo sobre lo que debían hacer.


El sol había empezado a calentar en esa mañana de invierno, en la que Arístides salió a pasear por la montaña, como siempre, acompañado por su perro y su garrota, con la que iba removiendo alguna piedra del camino; sabía que nevaría y que pronto tendría que dejar esos paseos hasta que la nieve se derritiera. Contempló el valle y el riachuelo colándose entre el terreno sinuoso, como una culebra que brillara bajo el sol de la mañana.


Los árboles tenían las raíces cubiertas de musgo y las piedras se habían vestido con los colores del liquen; el suelo estaba húmedo y frío y Arístides tenía el rostro y las manos enrojecidas, pero parecía que eso no le preocupaba en absoluto. Recordó el día que su padre le sacó por primera vez por el monte, con su perro Canelo y le enseñó a buscar setas. Él se lo había enseñado también a sus hijos, pero ya no les hacía falta donde vivían, porque solo tenían que entrar en un supermercado y comprarlo.


Llamó a su perro y emprendió la marcha de vuelta a casa, deleitándose con la visión de las crestas de las montañas que se extendían ante sus ojos, con el sol haciendo vibrar, desde lo alto, los colores de cada roca, de las copas de los árboles de los tejados de su pueblo silencio y olvidado.


Sintió que debía volver ya y ser, como cada día el guardián de los recuerdos de unos rostros ya invisibles, de unas casas en ruinas, llorando piedras de sus muros. Alguien debía hacerlo, recorrer sus calles cubiertas de malas hierbas que habían crecido entre los adoquines, vigilar que la escuela seguía en pie, con los rostros invisibles de los niños sonriéndole desde las ventanas de cristales rotos. Manolo, su amigo de siempre no le habría perdonado nunca que no hubiera comprobado cada día que su pequeño establo seguía allí, piedra sobre piedra.


Cuando el señor Arístides llegó a su pueblo fantasma comenzó su recorrido diario por los lugares antes habitados y su mente se llenó de recuerdos imborrables de esos rostros que se habían cruzado con él cada día. “Manolo, tu maldito establo sigue en pie, y gracias a mí, que te ayudé a construirlo”, dijo. Su perro correteaba delante de él, moviendo el rabo y olisqueando el aire.


Dio una vuelta por todo el pueblo y volvió a su casa, con las piernas doloridas y el rostro sereno; hacía mucho que había dejado de limpiarse los ojos con el pañuelo y se decía a sí mismo que un hombre como él no lloraba nunca.


Un sonido distinto le sobresaltó. El perro se colocó frente a la puerta, ladrando, mientras Arístides intentaba agudizar el oído para distinguirlo mejor. No había duda, ese zumbido era el de un coche, parecido al de sus hijos, pero no era exactamente igual. ¿Se habrían comprado uno nuevo? Abrió la puerta y salió a mirar la carretera desde allí, como hacía siempre que ellos le visitaban.


Definitivamente ese no era el coche de siempre. No podía distinguir el rostro de quien lo conducía, pero medida que se aproximaba pudo ver que no era ninguno de sus hijos; algún forastero, seguramente, alguien que se hubiera perdido, o uno de esos periodistas que hacían programas sobre los pueblos abandonados, que luego él no podía ver porque no tenía televisión. Ni la quería.


Cuando el coche se detuvo, se bajó de él un hombre joven, de unos treinta y tantos años, se aproximó a él y le sonrió. En un primer momento, el señor Arístides le contempló con cara de pocos amigos y permaneció inmóvil, mientras su perro se acercaba al desconocido y le olisqueaba las manos, para reconocerle. El forastero le correspondió con una caricia en el lomo y el animal le dejó acercarse al anciano.


“Hola, usted debe de ser el señor Arístides”, dijo el joven, extendiendo una mano. “Soy yo, ¿para qué me busca?”, contestó él, mirándole de arriba abajo. “Usted era amigo de mi abuelo, por lo que me ha contado mi padre.” El anciano contempló el rostro y buscó en las facciones el parecido con alguien del pueblo, mientras el hombre buscaba algo en un bolsillo.


De pronto se encontró con un retrato de Manolo, su amigo de correrías desde pequeños, con el rostro serio y en blanco y negro de la foto que le hicieron el día que se casó con Catalina, la guapa del pueblo. “Entonces tú eres hijo de Manolín...”, dijo, sonriendo finalmente. El joven le devolvió el gesto y volvió a guardarse el retrato como un tesoro y le dio un apretón de manos al anciano.


Mirándole, reconoció los ojos grandes del hijo de Manolo y Catalina, el pelo igual de rizado y negro, aunque rasgos propios le recordaron que no era Manolo de joven, ni siquiera su hijo, el que se hizo médico y se fue a vivir a la capital. Le invitó a pasar a su casa; hacía frío y colocó un tronco en la chimenea para caldear la estancia.


Sentados en sendos sillones, frente a frente, los dos hombres conversaron sobre la familia del más joven, después de que el señor Arístides le narrara las correrías de su abuelo y él cuando eran dos pilluelos. “Cuántos recuerdos me traes, mozo”, repetía el anciano, sonriendo con el rostro iluminado por el fuego.


Le dio de cenar unas gachas que había preparado y continuó hablándole de cómo Catalina y Manolo se casaron el mismo día que él y Juanita, y cómo fueron viendo a sus hijos crecer.


“Señor Arístides, he venido para quedarme en la casa de mis abuelos. No tengo dónde vivir y no me gusta la ciudad”, dijo el hombre, con un vaso de aguardiente en la mano. “Pero hijo, la casa hay que arreglarla, porque está entera, pero no está como cuando ellos vivían”, contestó el anciano. “No me importa tardar en arreglarla, iré poco a poco, hasta dejarla como quiero.”


El señor Arístides sopesó la idea cuidadosamente, bajo la mirada del joven. “Sé que es la casa de mis abuelos, pero preferiría que usted estuviera de acuerdo, si le parece bien...” El perro dormía frente a la chimenea, confiado, mientras su dueño y su invitado permanecían en silencio durante unos segundos.


“Entonces de acuerdo, mozo, yo no te impediré vivir en esa casa, siempre que la cuides y seas un hombre de bien, como lo fue tu abuelo.” Los dos se estrecharon la mano antes de que se consumiera el fuego de la chimenea y se fueran a dormir. “Mozo, esta noche te quedarás a dormir aquí, que hace mucho frío.”


Cuando el señor Arístides apagó la lamparilla de su habitación, se quedó boca arriba, con los ojos abiertos en la oscuridad. “Juanita, no sabes quién ha venido al pueblo..., el hijo de Manolín. Dice que quiere vivir aquí y arreglar la casa, que es un escritor de esos que quieren estar en el campo. A mí me parece bien.” Le contestó un silencio sepulcral solo roto por el crujir de los muelles de la cama cuando se movió para dormir de lado. Cuando se durmió soñó con Juanita y sus hijos, y con Manolo y su establo, con Catalina y su hijo Manolín caminando hacia la escuela.


Publicado por primera vez en myblog.es el 23/12/07


martes, 15 de abril de 2008

Contrastes

El aire era fresco pero lucía el sol aquella mañana; David sujetaba un lienzo montado en un bastidor y el la otra mano llevaba una caja pequeña de madera. Detrás de él, un joven del pueblo le llevaba el caballete. Era uno de los más fuertes del pueblo y ayudaba a su familia con el dinero que le pagaba el pintor.

Comenzaron a subir por el sendero que otros antes que ellos habían utilizado para llegar hasta la Laguna Grande. En ese tramo, la ladera estaba muy empinada y a David le costó respirar. Se preguntó cómo era posible que no se hubiera acostumbrado ya a ese esfuerzo, cuando en más de una ocasión había subido a inspirarse en los paisajes. Martín, su joven ayudante, parecía no notar el esfuerzo que había que hacer.

El prado estaba cubierto de verde hierba, pero los primeros árboles que se divisaban tenían todos distintas tonalidades que iban desde el marrón hasta el amarillo, algunos habían cambiado sus hojas a un tono rojizo que le hizo pensar a David en las posibilidades que le daba eso de usar una paleta más amplia de colores.

Por fin el sendero se hizo menos empinado él sintió que no necesitaba tanto esfuerzo para poder caminar, aunque tenía que estar atento a las piedras del camino que salían de la tierra para no tropezar. Sujetó con más fuerza el bastidor con el lienzo, y la caja con los oleos, a la que había atado la paleta y empezó a ascender más rápido; no quería perder la luz de esa mañana.

Martín, impasible, también caminó más deprisa, a pesar de cargar con el caballete. Se preguntaba para qué quería un hombre como ese pintor, de aspecto esmirriado, subir a pintar el paisaje. Seguro que habría otros lugares a los que llegar más fácilmente, sin tener que cargar con todos esos “trastos”.

David sintió el aire fresco acariciando su rostro y su cuello y agradeció haberse abrigado más aquella mañana y de llevar por encima de la ropa su camisa amplia para pintar, que estaba cubierta de manchones de distintos colores, rastros de cada obra suya; el rojo granate de la manzana que había pintado en una naturaleza muerta, el azul del cielo de Valencia en aquel verano, intentando llegar a la técnica de Sorolla, el blanco que utilizó para hacer que una jarra brillara en un bodegón, con un fondo oscuro que contrastaba con el cristal lleno de luz.

A medida que subían el paisaje era más espectacular; a lo lejos de divisaban otras montañas y el valle, con sus casas de piedra y la torre de la iglesia diminutas; allí abajo seguiría la vida de sus habitantes, ajenos a la visión que había desde la montaña en ese preciso momento. Hicieron una parada para respirar y el pintor contempló los distintos tonos de azul del cielo y las nubes que parecían un manchón.

David sentía que cada segundo era distinto, que no era lo mismo contemplar el paisaje ahora que cinco minutos después; para él la luz del sol era un ser vivo que se movía, que jugaba a desafiarle, posándose en las copas de los árboles, haciendo que el color de sus hojas vibrara. Reanudaron la marcha y él se sintió con más fuerza para continuar. Tras él, Martín miraba hacia donde estaba su casa, que quedaba tan lejos. Pensó en el dinero que le iba a pagar David y en lo bien que le vendría a su familia.

Los pinos, desnudos de ramas bajas, con el tronco inclinado y rojizo, les cobijaban con sus altas copas y besaban el suelo con su sombra, a tramos. David quería subir más, como el día anterior, colocarse en ese pequeño llano con su caballete y atrapar los colores que sus pupilas fueran capaces de distinguir en ese paisaje montañoso. Comenzó a caminar más deprisa, a pesar del cansancio que sentía ya en sus piernas y divisó el lugar en el que se había colocado el día anterior. Miró hacia atrás y sonriendo le dijo a Martín que ya habían llegado. Este le correspondió con un gesto con la cabeza.

Cuando Martín dejó el caballete en el suelo, buscó una roca sobre la que sentarse a descansar y David comenzó a colocar el lienzo, orientándolo hacia el paisaje que ya destacaba sobre el blanco, con borrones de distintos colores; desató la paleta y los pinceles y abrió la caja de los oleos, en la que guardaba también un paño y utensilios para mezclar los colores en la paleta.

Mientras Martín le observaba, silencioso, como los días anteriores, David empezó a mezclar varios tonos de marrón para salpicar las copas de los árboles de su paisaje, que ya tenía forma. Después de aplicar el color en pequeños toques, añadió en la paleta un poco de amarillo y lo mezcló, para pintar esos árboles que él veía desde lejos, y luego rojo, después otra vez amarillo. Sus manos de dedos delgados y alargados se movían ágiles y sus pupilas captaban cada matiz en el paisaje.

La pintura iba cambiando con cada pincelada, iba ganando en contrastes, había dejado se ser un conjunto de manchas informes y ya comenzaba a observarse algo reconocible. Martín le observó desde la roca en la que se había sentado y aunque no dijo nada, se sentía sorprendido de ver ese cambio en algo que para él no había tenido sentido, desde que vio cómo aquel pintor flacucho empezaba a pintar el cielo, con esas nubes que ahora parecían ligeras y casi traslúcidas y a emborronar el lienzo con lo que habían resultado ser montañas cubiertas de árboles de distintas tonalidades otoñales.

Pasaron varias horas en las que David solo paró para comerse una manzana, mientras Martín masticaba el queso y el pan que le había preparado su madre antes de partir por la mañana. Mientras David seguía mezclando los colores y llenando de luz el lienzo, canturreaba y se sentía feliz.

Cuando la luz dejó de brillar como a David le gustaba y los tonos se apagaron, decidió que era el momento de bajar al pueblo y descansar. “Martín, bajemos ya”, dijo y este se puso en pie y le ayudó a recoger todo. Después volvió a cargar con el caballete y comenzaron a deshacer el camino andado.

Los colores de la montaña iban cambiando a medida que descendían por el sendero, bajo los altos pinos, rodeador de grandes piedras cubiertas por líquenes. A David le dolían las piernas, pero se sentía satisfecho por haber avanzado tanto en su pintura. Sin embargo pensó que no estaba perfecta, que tenía que seguir añadiendo matices y volumen.

El camino era más complicado de lo que él recordaba; bajar no era tan sencillo, tenía que evitar una caída y además estaba ya cansado. El valle dejó de estar por debajo de su vista y empezó a envolverles hasta llegar al llano en el que retomarían el camino hacia el pueblo. David se sintió aliviado, no era un hombre físicamente fuerte y no estaba acostumbrado a la vida en la montaña. Empezaba a sentir frío y tenía hambre.

Martín no parecía especialmente cansado y caminó hasta el pueblo, seguido por el pintor, que respiraba con dificultad, pero que no había querido detenerse a descansar, a un lado del camino. “Mañana será otro día”; pensó David. El aroma de las comidas flotando por el pueblo, mezclado con el de la leña quemándose le recibió en las calles empedradas del pueblo, entre las casas. Los vecinos le recibieron como cada tarde, con miradas curiosas. Era la primera vez que un pintor visitaba el pueblo.

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Publicado por primera vez el 17/12/07 en myblog.es

Ovidia

Este primer relato me lo ha inspirado la mejor profesora que tuve en el colegio; aunque hayan pasado muchos años desde que nos despedimos, siempre la recuerdo porque fue una buena persona, que confió en mis posibilidades e influyó en mí.


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Los niños entraron en el recinto de la escuela con las mejillas enrojecidas por el frío; dos de ellos iban enseñándose unos cromos de Mazinger Z, e intercambiándoselos, antes de entrar en el aula.

El resto de los alumnos estaban arremolinados en torno a uno, que escondió una caja de bombones detrás del pupitre. “Le van a encantar”, dijo un niño muy alto, con las orejas de soplillo y todos asintieron. “Jo, no sé cómo vamos a aguantar sin comérnoslos”, dijo otro.“Que no nos pille”, dijo uno, vigilando la puerta. “Escondedlo bien”.

Por el pasillo resonaron los pasos firmes de la profesora, que llevaba bajo el brazo los libros; llevaba un traje con falda de color marrón, como siempre, desde que la destinaron en aquel pueblo. No importaba que lloviera o nevara, ella se mantenía fiel a su atuendo. “A mi edad cómo voy a ponerme un pantalón”, decía a las madres de sus alumnos.

Siempre llevaba un pintalabios en el bolso y a veces, mientras los niños hacían sus lecturas, sacaba un espejo y se retocaba el maquillaje, frunciendo el ceño detrás de sus gafas de metal. Esa mañana, por primera vez en muchos años, sintió que le temblaban las piernas y que le costaría llegar hasta el final de la clase sin llorar. Respiró hondo antes de entrar en el aula y se encontró con los rostros de todos sus alumnos.

Algunos se habían peinado más que de costumbre y todos mostraron una sonrisa sospechosa. “Buenos días”, dijo ella y todos la contestaron al unísono, sonriendo todavía más. La profesora ocupó su sitio y se fijó en el rostro de Alberto, ese niño que siempre se había portado peor que ninguno, salvo en los últimos meses. “Le voy a echar de menos al final”, pensó ella.

Alberto le devolvió la mirada y sintió un nudo en la garganta; sabía que el lunes tendría otra profesora y que tendría que acostumbrarse a ella, con lo que le había costado llevarse bien con la señorita Ovi. Incluso había empezado a entender las matemáticas y a sacar buenas notas.

“Chicos, sacad el libro de Naturales”, dijo ella. Se escucharon algunos suspiros y resoplidos y el sonido de las páginas pasando rápidamente. “Venga, no protestéis, si no, no leeremos el siguiente capítulo de Jim Botton y Lucas el Maquinista.”

“Señorita, ¿puedo leer yo?” preguntó Beatriz, con el dedo en alto; los demás niños la hicieron burla en voz baja, bajo la mirada retadora de esta. “Sí, Beatriz, empieza la Unidad Ocho”, contestó la profesora. “Qué largo se me va a hacer esto”, pensó, contemplando los rostros de sus alumnos, ajenos a su sufrimiento.

Llevaba tantos años enseñando en ese mismo aula, viendo cómo cambiaban los planes de estudio, a tantos niños que vivían en ese pueblo. Ella se había acostumbrado a la vida en la Sierra, a pesar de haber nacido en la ciudad.

Al principio le pareció que le iba a faltar todo, los grandes edificios, las tiendas a las que solía ir, las luces de la ciudad, pero con los años se acostumbró a los cielos estrellados, a no escuchar el ruido del tráfico, a ver cómo se ponía el sol tras las montañas, a las casas de piedra en vez de las torres y los edificios con cariátides en las fachadas. Y también a ver a tantos alumnos que tenían que seguir estudiando lejos de su escuela, a medida que crecían.

La voz de Beatriz sonó monótona en el aula, mientras los pensamientos de la profesora iban de un rostro a otro, recordando a sus primeros alumnos, recién llegada al pueblo. Los de ahora, sus últimos alumnos se parecían a esos otros niños, que ahora la saludaban cuando paseaban con sus hijos. Parecía mentira que hubieran crecido tanto.

Después de la lección de Naturales, llegó la clase de Matemáticas, para la que Alberto salió a la pizarra a resolver los problemas sobre fracciones, mirando por encima del hombro a Beatriz. Alicia, sentada junto a ella le dijo algo al oído y ella sonrió. “Siempre rivalizando”, pensó la señorita Ovi.

A la clase de matemáticas le siguió la de Sociales, y después el recreo; mientras los niños jugaban en el patio, en grupos, la señorita Ovi se sentó junto a su compañera Gloria para vigilar que no les ocurriera nada.

“¿Qué tal estás?”, preguntó Gloria. “Bien, es un poco triste, pero estoy bien.” Ovi se quedó en silencio por unos momentos, contemplando a Daniel y Juanjo intercambiando cromos, a Alicia, Beatriz y Paula saltando a la comba y a Alberto y David haciendo carreras por el patio.

“Espero que se acostumbren bien a mi sustituta”, dijo finalmente, sintiéndose triste. “Ya verás como sí, los niños se acostumbran bien a todo.” Ella asintió, pero no pudo evitar una punzada de decepción. “Y ahora, ¿qué vas a hacer, volverás a Madrid?” Ovi miró el reloj y a la vez que hacía una seña a sus alumnos para que volvieran a clase, dando la espalda a su compañera, contestó. “No, me quedo aquí.”

Una vez de vuelta a clase, continuaron con Lengua y Trabajos Manuales. Los niños estaban nerviosos y ella lo notó. “¿Qué os pasa? No estáis atentos hoy, no quiero enfadarme con vosotros.”

De pronto un niño se puso en pie. “¿Qué te pasa Daniel?”, preguntó ella, mirándole por encima de las gafas. “Señorita, tengo que decir algo.” Ella le miró sorprendida y el resto de los niños empezó a cuchichear, moviéndose en sus pupitres. “¿Qué quieres? Y vosotros, ¡silencio!”

Daniel se puso colorado y salió de su pupitre escondiendo algo; los demás le hicieron todos un gesto con las manos para que se acercara a ella. “Como soy el delegado tengo que decir algo de parte de todos...” Ella le miró, sonriente. Sabía que algo tramaban. Caminó hacia él y se agachó un poco. “Daniel, ¿qué queréis decirme?” El niño empezó a sentir un nudo en la garganta y a ruborizarse, y sacó la caja de bombones muy deprisa.

“¡Te vamos a echar de menos!” dijo, finalmente y comenzó a llorar. Ovi se contuvo para no hacer lo mismo y le acarició en el pelo. A su alrededor, algunos alumnos más también lloraban y los demás se reían. Ella acompañó a Daniel a su pupitre y sintió que momentos como ese hacían que mereciera la pena su trabajo. Tal vez esos niños no la recordaran al cabo de los años, pero ella sí les tendría en su memoria para siempre.

“Niños, ya sabéis que el lunes viene otra profesora nueva, porque yo me jubilo...” dijo ella, de pie, junto a la pizarra. Todos la miraron, expectantes, en silencio. “¿Qué es jubilarse?”, preguntó Alberto. “Significa que cuando se cumple unos años, dejas de trabajar”, explicó la profesora. Un murmullo recorrió el aula. “Eso le pasó a mi abuelo”, dijo alguien. Ovi no pudo evitar que una sonrisa se escapara de sus labios. Daniel se limpió el rostro y se sonó la nariz con el pañuelo.

“Vuestra nueva profesora tiene que ver lo bien que os portáis, no quiero que hagáis travesuras, ni que habláis en clase.” Ellos asintieron con la cabeza, todos a la vez. “Además tenéis que seguir haciendo los deberes, y estudiando, para que yo me sienta orgullosa de vosotros.” Todos permanecieron en silencio, mientras ella sentía que le temblaban las piernas.

“¿Y ya no volveremos a vernos?” preguntó Alberto, con semblante triste. “Claro que sí, yo me voy a quedar en el pueblo y os veré por la calle.” Un murmullo de satisfacción fue pasando de un pupitre a otro, hasta llegar a ella, que respiró hondo.

Los niños pasaron el resto del día preguntando cosas a su profesora, que repartió los bombones que le habían regalado. Todos recuperaron las sonrisas en sus rostros infantiles y se despidieron de ella con un beso en la mejilla.

Cuando se quedó sola, cerró la puerta y se sentó un momento en su silla; contempló los pupitres vacíos, recordó los rostros de tantos y tantos alumnos y se quitó las gafas para limpiarse los ojos con un pañuelo. Echaría de menos las preguntas de los niños, sus ocurrencias, la alegría que sentían el día que llegaban las vacaciones de verano y sobre todo, echaría de menos los logros conseguidos con ellos.

Se puso en pie y borró el encerado, hasta que no quedó ni rastro de las cuentas de Matemáticas. Ahora sería otra persona la que ocuparía su lugar.

Cuando salió del aula, cerró la puerta y todo quedó en silencio.

Publicado por primera vez el 17/12/07 en myblog.es