martes, 15 de abril de 2008

Ovidia

Este primer relato me lo ha inspirado la mejor profesora que tuve en el colegio; aunque hayan pasado muchos años desde que nos despedimos, siempre la recuerdo porque fue una buena persona, que confió en mis posibilidades e influyó en mí.


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Los niños entraron en el recinto de la escuela con las mejillas enrojecidas por el frío; dos de ellos iban enseñándose unos cromos de Mazinger Z, e intercambiándoselos, antes de entrar en el aula.

El resto de los alumnos estaban arremolinados en torno a uno, que escondió una caja de bombones detrás del pupitre. “Le van a encantar”, dijo un niño muy alto, con las orejas de soplillo y todos asintieron. “Jo, no sé cómo vamos a aguantar sin comérnoslos”, dijo otro.“Que no nos pille”, dijo uno, vigilando la puerta. “Escondedlo bien”.

Por el pasillo resonaron los pasos firmes de la profesora, que llevaba bajo el brazo los libros; llevaba un traje con falda de color marrón, como siempre, desde que la destinaron en aquel pueblo. No importaba que lloviera o nevara, ella se mantenía fiel a su atuendo. “A mi edad cómo voy a ponerme un pantalón”, decía a las madres de sus alumnos.

Siempre llevaba un pintalabios en el bolso y a veces, mientras los niños hacían sus lecturas, sacaba un espejo y se retocaba el maquillaje, frunciendo el ceño detrás de sus gafas de metal. Esa mañana, por primera vez en muchos años, sintió que le temblaban las piernas y que le costaría llegar hasta el final de la clase sin llorar. Respiró hondo antes de entrar en el aula y se encontró con los rostros de todos sus alumnos.

Algunos se habían peinado más que de costumbre y todos mostraron una sonrisa sospechosa. “Buenos días”, dijo ella y todos la contestaron al unísono, sonriendo todavía más. La profesora ocupó su sitio y se fijó en el rostro de Alberto, ese niño que siempre se había portado peor que ninguno, salvo en los últimos meses. “Le voy a echar de menos al final”, pensó ella.

Alberto le devolvió la mirada y sintió un nudo en la garganta; sabía que el lunes tendría otra profesora y que tendría que acostumbrarse a ella, con lo que le había costado llevarse bien con la señorita Ovi. Incluso había empezado a entender las matemáticas y a sacar buenas notas.

“Chicos, sacad el libro de Naturales”, dijo ella. Se escucharon algunos suspiros y resoplidos y el sonido de las páginas pasando rápidamente. “Venga, no protestéis, si no, no leeremos el siguiente capítulo de Jim Botton y Lucas el Maquinista.”

“Señorita, ¿puedo leer yo?” preguntó Beatriz, con el dedo en alto; los demás niños la hicieron burla en voz baja, bajo la mirada retadora de esta. “Sí, Beatriz, empieza la Unidad Ocho”, contestó la profesora. “Qué largo se me va a hacer esto”, pensó, contemplando los rostros de sus alumnos, ajenos a su sufrimiento.

Llevaba tantos años enseñando en ese mismo aula, viendo cómo cambiaban los planes de estudio, a tantos niños que vivían en ese pueblo. Ella se había acostumbrado a la vida en la Sierra, a pesar de haber nacido en la ciudad.

Al principio le pareció que le iba a faltar todo, los grandes edificios, las tiendas a las que solía ir, las luces de la ciudad, pero con los años se acostumbró a los cielos estrellados, a no escuchar el ruido del tráfico, a ver cómo se ponía el sol tras las montañas, a las casas de piedra en vez de las torres y los edificios con cariátides en las fachadas. Y también a ver a tantos alumnos que tenían que seguir estudiando lejos de su escuela, a medida que crecían.

La voz de Beatriz sonó monótona en el aula, mientras los pensamientos de la profesora iban de un rostro a otro, recordando a sus primeros alumnos, recién llegada al pueblo. Los de ahora, sus últimos alumnos se parecían a esos otros niños, que ahora la saludaban cuando paseaban con sus hijos. Parecía mentira que hubieran crecido tanto.

Después de la lección de Naturales, llegó la clase de Matemáticas, para la que Alberto salió a la pizarra a resolver los problemas sobre fracciones, mirando por encima del hombro a Beatriz. Alicia, sentada junto a ella le dijo algo al oído y ella sonrió. “Siempre rivalizando”, pensó la señorita Ovi.

A la clase de matemáticas le siguió la de Sociales, y después el recreo; mientras los niños jugaban en el patio, en grupos, la señorita Ovi se sentó junto a su compañera Gloria para vigilar que no les ocurriera nada.

“¿Qué tal estás?”, preguntó Gloria. “Bien, es un poco triste, pero estoy bien.” Ovi se quedó en silencio por unos momentos, contemplando a Daniel y Juanjo intercambiando cromos, a Alicia, Beatriz y Paula saltando a la comba y a Alberto y David haciendo carreras por el patio.

“Espero que se acostumbren bien a mi sustituta”, dijo finalmente, sintiéndose triste. “Ya verás como sí, los niños se acostumbran bien a todo.” Ella asintió, pero no pudo evitar una punzada de decepción. “Y ahora, ¿qué vas a hacer, volverás a Madrid?” Ovi miró el reloj y a la vez que hacía una seña a sus alumnos para que volvieran a clase, dando la espalda a su compañera, contestó. “No, me quedo aquí.”

Una vez de vuelta a clase, continuaron con Lengua y Trabajos Manuales. Los niños estaban nerviosos y ella lo notó. “¿Qué os pasa? No estáis atentos hoy, no quiero enfadarme con vosotros.”

De pronto un niño se puso en pie. “¿Qué te pasa Daniel?”, preguntó ella, mirándole por encima de las gafas. “Señorita, tengo que decir algo.” Ella le miró sorprendida y el resto de los niños empezó a cuchichear, moviéndose en sus pupitres. “¿Qué quieres? Y vosotros, ¡silencio!”

Daniel se puso colorado y salió de su pupitre escondiendo algo; los demás le hicieron todos un gesto con las manos para que se acercara a ella. “Como soy el delegado tengo que decir algo de parte de todos...” Ella le miró, sonriente. Sabía que algo tramaban. Caminó hacia él y se agachó un poco. “Daniel, ¿qué queréis decirme?” El niño empezó a sentir un nudo en la garganta y a ruborizarse, y sacó la caja de bombones muy deprisa.

“¡Te vamos a echar de menos!” dijo, finalmente y comenzó a llorar. Ovi se contuvo para no hacer lo mismo y le acarició en el pelo. A su alrededor, algunos alumnos más también lloraban y los demás se reían. Ella acompañó a Daniel a su pupitre y sintió que momentos como ese hacían que mereciera la pena su trabajo. Tal vez esos niños no la recordaran al cabo de los años, pero ella sí les tendría en su memoria para siempre.

“Niños, ya sabéis que el lunes viene otra profesora nueva, porque yo me jubilo...” dijo ella, de pie, junto a la pizarra. Todos la miraron, expectantes, en silencio. “¿Qué es jubilarse?”, preguntó Alberto. “Significa que cuando se cumple unos años, dejas de trabajar”, explicó la profesora. Un murmullo recorrió el aula. “Eso le pasó a mi abuelo”, dijo alguien. Ovi no pudo evitar que una sonrisa se escapara de sus labios. Daniel se limpió el rostro y se sonó la nariz con el pañuelo.

“Vuestra nueva profesora tiene que ver lo bien que os portáis, no quiero que hagáis travesuras, ni que habláis en clase.” Ellos asintieron con la cabeza, todos a la vez. “Además tenéis que seguir haciendo los deberes, y estudiando, para que yo me sienta orgullosa de vosotros.” Todos permanecieron en silencio, mientras ella sentía que le temblaban las piernas.

“¿Y ya no volveremos a vernos?” preguntó Alberto, con semblante triste. “Claro que sí, yo me voy a quedar en el pueblo y os veré por la calle.” Un murmullo de satisfacción fue pasando de un pupitre a otro, hasta llegar a ella, que respiró hondo.

Los niños pasaron el resto del día preguntando cosas a su profesora, que repartió los bombones que le habían regalado. Todos recuperaron las sonrisas en sus rostros infantiles y se despidieron de ella con un beso en la mejilla.

Cuando se quedó sola, cerró la puerta y se sentó un momento en su silla; contempló los pupitres vacíos, recordó los rostros de tantos y tantos alumnos y se quitó las gafas para limpiarse los ojos con un pañuelo. Echaría de menos las preguntas de los niños, sus ocurrencias, la alegría que sentían el día que llegaban las vacaciones de verano y sobre todo, echaría de menos los logros conseguidos con ellos.

Se puso en pie y borró el encerado, hasta que no quedó ni rastro de las cuentas de Matemáticas. Ahora sería otra persona la que ocuparía su lugar.

Cuando salió del aula, cerró la puerta y todo quedó en silencio.

Publicado por primera vez el 17/12/07 en myblog.es




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