martes, 29 de abril de 2008

Lejos de la montaña

La mañana era fría y cuando dobló la esquina del edificio de cristal, color cobre, una bocanada de aire la sorprendió como si de una bofetada se tratara, despeinándola y haciendo que casi se le volara el periódico. Ella soltó una maldición y entró en la oficina huyendo de un enemigo de rostro gris y manos poderosas, apunto de zarandearla y de robarle la bolsa con la tartera de la comida.


Cuando se encontró a resguardo del viento, se fijó en cómo la gente luchaba por caminar contra el viento, con sus rostros enrojecidos por el frío, con los ojos entornados y los labios lívidos. “Otra vez igual”, pensó ella.


La mañana transcurrió idéntica a otras, con la música de fondo de la radio y del pitido del fax, de cuando en cuando; “mándame esto a Valladolid”, le decía alguien que desaparecía rápidamente, “me tiene que llegar una caja de Francia”, decía otro. Y frío, mucho frío en esa sala pequeña, aislada del resto de la oficina.


La voz de los locutores y la música, las mismas cada día, el paisaje siempre el mismo, con los edificios de cristal, tristes y fríos, rostros inexpresivos, trajes y corbatas, joyas de marcas caras, conversaciones anodinas sobre lo que López le dijo a Pérez en el despacho, sobre lo fea que es la falda de Menganita y el peinado tan hortera que lleva...


Miró por la ventana y respiró hondo; no podía cambiar ese paisaje cotidiano y echaba de menos encontrarse con la vista imponente de las montañas, con escuchar solo el sonido de los pájaros en primavera, cerrar los ojos y sentir paz. Se imaginó a si misma caminando por un sendero, disfrutando del olor de los pinos, bajo su sombra, sin las voces de la de Contabilidad y sus amigas leyendo el periódico en voz alta en el comedor, sin los empujones en el metro, sin las averías.


“¿Cómo estará a estas horas el valle?”, pensó. El sol anémico del invierno tal vez asomaría entre las nubes, iluminando levemente a las altivas montañas, que se habrían cubierto de nieve. La nieve brillaría entre los pinos como millones de diminutos cristales, crujiendo bajo el peso de alguien que caminara por ese frío manto. Las huellas de los pocos animales que se aventuraran a salir se quedarían allí, hasta que volviera a nevar o la nieve se fuera derritiendo, lentamente en gotas que irían resbalando por la tierra.


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Todo era distinto a lo que soñaba; necesitaba ver más allá de las torres de cristal y escuchar otra música distinta. Buscó un archivo en el ordenador y encontró la música perfecta, tranquila, de Van Morrison y pensó en que debía volver a la montaña...










Publicado por primera vez el 13/01/08 en http://myblog.es/desdelaposadadealameda

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